miércoles, 28 de mayo de 2008

El arte de hacer peyas

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Que levante la mano quien no haya hecho peyas alguna vez. No creo que nadie se disloque el hombro.

Analizando un poco mejor el inventito, la picaresca es la misma que pasa en todas las oficinas que disponen de la tarjetita de marras: "Manolito, hoy me pasas la targetita tu y mañana te la paso yo". Habría sido mejor implantar un chip subcutáneo como a los perros o una marca a fuego como a las vacas. O un piercing, que me imagino que tendría más aceptación entre la juventud.

Recuerdo cuando era "peyero", ademas de estudiante, y el cargo me exigía tomar cañas con limón de doce a una y media en las más acreditadas tascas, alternando el copeo con inteligentes partidas de chinos y finales de Champions League en el futbolín.

Visitaba religiosamente a diario el bar Maimó, templo de los mejores magos de la pelotita futbolinera y auténticos estrategas en el arte del truc, de los chinos o del parchís. Poco a poco esa gente fue acabando sus años de instituto para ir a la facultad, o a la obra, yo iba aprendiendo y, de cada vez, gastando menos dinero en rondas por haber perdido.

A pesar de no existir aun los móviles, todos los del grupo sabíamos que a partir de las doce no se encontraría solo en el bar. El modus operandi era tan fácil como salir pitando de clase, antes de que llegase el profesor de la próxima asignatura. En el camino clase-bar alcanzaba cronometrajes realmente dignos de atleta, tanto es así que tardaba mucho menos que en el simulacro de incendios anual. Conocía la ruta que seguían los docentes y sus respectivos coches para evitar posibles encuentros inesperados y tenia en mente todas las excusas posibles. En aquellos tiempos todavía se respetaba a los profesores. A los padres también.

Ahora, de vez en cuando veo algún que otro chaval jugando a las recreativas y me hace recordar en tiempos pasados y en lo bien que me lo pasaba haciendo lo mismo que él.

miércoles, 7 de mayo de 2008

El placer del desahogo

Hay veces que una simple acción aislada hace disipar la venda que te cubría los ojos. Miras tu reloj y apenas puedes oír su tic tac y te das cuenta que se ha vuelto a quedar parado en la misma hora que ayer. Tu ser está deseando salir de la opresión que le causan las paredes de la casa pero una vez más te sientes estafado por los que te tenían que dar la mano para salir con facilidad del universo en el que estaba encerrado por casualidad.

Me siento como si estuviese entre sosos, calzonazos, reprimidos, ausentes, contenidos, frenados, cohibidos, moderados y sometidos; títeres de la más aplastante de las monotonías. Siento como si los relojes que cada uno de nosotros llevamos muy dentro de nuestro ser funcionasen solo porque yo les doy cuerda cada día. Siento como cada vez, esos relojes hacen más ruido, están mas grises y con menos ganas de funcionar; inundados en un mar de incertidumbre, como si esperasen el juicio final antes de haber corrido lo suficiente como para llegar a cinco manzanas del juzgado.

Ayer, como todos los martes tocaba tarde de amistosa tertulia cerveceada, por ello esperaba ansioso mi cita semanal con los que dicen tener ganas de vivir y ser jóvenes. Un soso, un ausente y un calzonazos aguaron la fiesta.

Moraleja: Mejor estar solo que correteando entre borregos cojos.